Las extraordinarias circunstancias económicas que vivimos actualmente en España han merecido una valoración unánime de todos los agentes económicos: seguimos en medio de la tormenta perfecta. El abultado descuadre de las cuentas públicas ha puesto a nuestro país bajo la atenta mirada de nuestros socios de la zona euro y los mercados financieros sobrereaccionan ante los anuncios y desmentidos de ajuste que el Ejecutivo viene desgranando. Una semana se nos anuncian recortes, congelaciones y prohibiciones de crédito, y la siguiente se sugieren nuevas medidas impositivas, con la consecuente polvareda mediática sobre su oportunidad, su eficacia y su progresividad o regresividad. En relación a este último debate, corren rios de tinta sobre los efectos redistributivos que puede producir una subida de los tipos impositivos del IVA o la recuperación de un impuesto que grave aquellos contribuyentes con una capacidad económica mas que robusta. Con todo, se deja fuera del foco una parte crucial del debate. Crece día a día el clamor que exige potenciar la lucha contra el fraude, pero se habla mucho menos de los efectos redistributivos y de competencia desleal que este fenómeno genera. Perseverar en la ineficacia contra el fraude fiscal, sufriendo España una tasa estimada de economía sumergida unos 10 puntos porcentuales superior a la media comunitaria, es sin lugar a dudas la medida fiscal mas regresiva que el Gobierno puede adoptar. La sociedad española esta actualmente sometida a una presión fiscal dual, conformada por la coexistencia de rentas laborales y del ahorro controladas al centimo con rendimientos empresariales y profesionales, facilmente evadibles sin la adecuada dotación de medios de comprobación. A esto se suma la exclusiva oportunidad que para los contribuyentes mas pudientes suponen los metodos sofisticados de elusión y planificación fiscal, amparándose en la complejidad de nuestro sistema tributario, la posibilidad de transformar la naturaleza jurídica de las rentas percibidas y la movilidad internacional del capital allá donde encuentra mejores condiciones de tributación. Un Gobierno que alardea de pedir más a los que más tienen debiera unir, a la lista de reformas estructurales que este país necesita, la urgente e ineludible refundación un sistema de gestión tributaria y de lucha contra el fraude que se ha mostrado regresivamene ineficaz, en los terminos ya expuestos. Tanto la Ley 36/2006, de Medidas de Prevención contra el Fraude Fiscal, como los sucesivamente fracasados planes de lucha contra el fraude que con posterioridad se han presentado a medida que ha ido creciendo la exigencia social en este apartado, adolecen del mismo defecto: han sido diseñados sin contar con el personal técnico de la Agencia Tributaria que los tiene que llevar a la práctica. Yerra el Gobierno al pensar que los planes de lucha contra el fraude publicados en el BOE son para la AEAT lo que un programa informático es para un ordenador. La disfunciones, esta vez, son de hardware y no de software, y la mejora del servicio público, en lo que a la labor de control e investigación atañe, requiere de reformas profundas en la Administración Tributaria, implementando protocolos de actuación menos encorsetados y eliminando limitaciones competenciales y funcionales de actuación que provocan cuellos de botella y que han demostrado su ineficacia. Enfrentarse en las próximos meses a este reto es la principal tarea del nuevo equipo directivo de la AEAT. Lo que esta en juego no es sólo una cuéstión de regresividad, sino de sostenibilidad de las cuentas públicas y del Estado de bienestar y protección social con el que España desea dotarse.