Si alguna vez ha paseado por Londres u otra ciudad británica, quizá se haya fijado en que muchos de sus edificios, especialmente los más antiguos, presentan en sus fachadas ventanas tapiadas. Lo que en un principio puede parecer un sinsentido (¿qué finalidad puede tener una ventana que no deja pasar la luz, y que, por tanto, no cumple la función para la que fue concebida?), sin embargo, tiene una explicación. Hay que remontarse a finales del siglo XVII para encontrarla. En 1696, el rey Guillermo III creó un impuesto a las ventanas. El «Window Tax», que se extendió hasta 1851, pretendía aumentar la recaudación tributaria con el fin de sufragar los conflictos bélicos en los que el monarca se vio inmerso durante prácticamente todo su reinado. Se trató de una especie de impuesto a los ricos, ya que el soberano se hizo el cálculo de que, a mayor número de ventanas en una casa, mayor nivel adquisitivo. Sin embargo, la manera de eludir este tributo fue relativamente sencilla: enladrillar los vanos y, de ahí, la pintoresca imagen arquitectónica de Reino Unido.
A lo largo de la historia (en la antigua Roma incluso se aplicó un impuesto a la orina por el alto valor que en la época se le daba al amoniaco por su propiedades para labores de lavandería), los estados han agudizado el ingenio en busca de recursos con los que financiarse y sufragar los gastos que cada época exigía (algunos prioritarios, y otros no tanto), y de los que una parte importante ha salido de los bolsillos de los resignados contribuyentes que, año tras años, lustro tras lustro, década tras década, y centuria tras centuria, han tenido que hacer frente a su ineludible compromiso con la Hacienda pública.
Si bien en España nos libramos, de momento, de estos estrambóticos impuestos, nuestro sistema tributario no se escapa de ser un inmenso galimatías, compuesto por más de un centenar tributos, fruto de la peculiar organización del Estado, y que corresponden a distintos niveles de la Administración (central, autonómica y local). Una verdadera tela de araña impositiva, que vienen a confirmar aquello de que «hay que pagar por todo (o casi todo)».
Y es que los impuestos se han convertido en un auténtico suma y sigue. O si no, que se lo digan al Gobierno que, recientemente, se ha sacado de la chistera, como si de un conejo se tratara, nuevas imposiciones para apuntalar, tal y como aseguran los portavoces gubernamentales, el «Estado del bienestar». Ahí, están los gravámenes extraordinarios a la banca o a las energéticas (de los que algunos dudan de su constitucionalidad) o la última novedad, que el departamento que dirige María Jesús Montero ha bautizado eufemísticamente como «Impuesto de Solidaridad a las Grandes Fortunas», pero al que todo el mundo llama «Impuesto a los Ricos», y que no es otra cosa que un Impuesto de Patrimonio disfrazado como respuesta a su eliminación por parte de algunas comunidades autónomas, como Madrid o, más recientemente, Andalucía o Galicia (comunidad esta última que si bien no lo ha suprimido, sí lo ha bajado).
Unos tributos que ya se suman a los clásicos Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF),Impuesto de Sociedades, Impuesto sobre el Valos Añadido (IVA), Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI), Impuesto sobre Actividades Económicas (IAE)... y un largo etcétera, a los que se unen tasas de todo tipo (por licencias empresariales y urbanísticas, canon de ITV, para RTVE, para la CMT o la CNE), o los que recientemente están levantado una mayor controversia, como son Sucesiones, Donaciones o el propio Patrimonio, por su voracidad recaudatoria. Sin olvidar, claro, las cotizaciones sociales.
Entre las tres administraciones (central, autonómica y local) totalizan 79 tributos, de acuerdo con los datos que recoge la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE), y que están agrupados según marca el Reglamento Europeo de Cuentas Nacionales y Regionales de la Unión Europea.
No obstante, aunque en estos datos se contabilizadas todos los tributos en términos de recaudación (los ingresos fiscales totales superaron en 2020 los 418.000 millones de euros), hay algunos conceptos que no están desglosados, como puntualizan desde el Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda (GESTHA), como algunos que corresponden a los impuestos propios de las comunidades autónomas, y que vienen a enredar aún la maraña impositiva.
A escala estatal existen 21 impuestos, algunos de ellos cedidos a las comunidades, según los datos de de la Asociación Española de Asesores Fiscales (AEDAF). Por su parte, las distintas regiones (sin incluir País Vasco y Navarra) aplican 76 impuestos exclusivos, aunque cinco de los cuales están suspendido. Teniendo en cuenta que muchos de estos tributos replican algunos estatales o los ya existentes en otra comunidad, su número se reduce prácticamente a la mitad, con lo que añadiendo los impuestos principales de las Haciendas locales y las nuevas tasas, el número total de impuestos superaría el centenar (121).
Un sudoku fiscal, que evidencia que España es el país de la Unión Europea más descentralizado en cuanto a su capacidad normativa en materia de impuestos.
Frente a Madrid, que suprimió todos los impuestos propios en 2021, Cataluña es la región que cuenta con más gravámenes exclusivos, nada más y nada menos, que quince. Unas diferencias que ponen de manifiesto la «brecha fiscal» existente en nuestro país dependiendo del territorio en el que se resida.
Así, existen impuestos de lo más variopinto, que van desde los aplicados a las bebidas azucaradas en Cataluña, a los que afectan a las viviendas vacías (también en Cataluña) y en la Comunidad Valenciana.
Dependiendo de la región donde juegue al bingo, el premio estará sujeto a tributación, existiendo un impuesto a tal efecto en Asturias, Murcia y Baleares. También en esta última comunidad insular se impone una tasa a las estancias turísticas, al igual que Cataluña. Por su parte, el canon eólico se aplica en Castilla-La Mancha y Galicia; y el de emisiones de gases a la atmósfera en Andalucía, Aragón, Cataluña, Galicia, Murcia. Asimismo, Andalucía grava las bolsas de plástico de un solo uso, y La Rioja tiene un impuesto específico sobre el impacto visual producido por los elementos de suministro de energía eléctrica y elementos fijos de redes de comunicaciones telefónicas o telemáticas, es decir, por la instalación de aerogeneradores eólicos o antenas de telecomunicaciones.
Ayuso elimina los impuestos propios
Un barullo fiscal que, a juicio de los expertos, puede introducir distorsiones el sistema tributario, en el que los propios ciudadanos se pierden a la hora de determinar los conceptos por los que tienen que pagar. Pero quizá el mayor riesgo para los contribuyentes es la sobreimposición. Y es que se da la circunstancia de que sobre un mismo hecho imponible se pueden aplicar hasta cuatro impuestos. Una anomalía, de la que Patrimonio es un claro ejemplo. Y es que un activo inmobiliario (que representa las tres cuartas del patrimonio familiar en España) puede estar sujeto, además de a este tributo, al Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI), al IRPF por rendimiento imputado en caso que se trate de una segunda vivienda y, a partir de ahora, también al polémico «Impuesto de Solidaridad». «Comunidades como Madrid o Andalucía no han eliminado el Impuesto de Patrimonio, sino que han reducido el problema de la sobreimposición al que está sometido no solo este impuesto, sino también otros, como el que afecta a los dividendos y a las plusvalías inmobiliarias», explica Gregorio Izquierdo, director general del Instituto de Estudios Económicos (IEE).
Una sobreimposición habitual, que conduce a sembrar la duda sobre cualquier nueva figura tributaria. «Los hechos imponibles son los que son, y no es fácil detectar muchos más que sean una manifestación de renta, riqueza o consumo; así que cualquier nueva figura, por muy imaginativa que pueda ser, siempre va a tener sobre ella la sospecha –fundada– de estar recayendo sobre otro tributo ya preexistente», asegura Javier Gómez Taboada, vocal responsable de Investigación y Estudios de la Asociación Española de Asesores Fiscales (AEDAF).
Un sistema que, a juicio de los expertos, crean un exceso de gravamen, influyendo el sistema fiscal en las decisiones de individuos y empresas, así como incertidumbre e inseguridad jurídica, algo que se evidencia la conflictividad fiscal que existe en España (el 40% de las reclamaciones que se interponen anualmente ante los tribunales económicos administrativos terminan dando la declaración al contribuyente). «Esta litigiosidad revela que el diseño de los impuestos no está bien hecho», añade Izquierdo. Además, la existencia de múltiples administraciones propias de los estados autonómico y federales, que conduce a esta doble imposición, puede conllevar a una ausencia de corresponsabilidad fiscal, con la consiguiente tendencia a un excesivo gasto público, que conduce a un sistema ineficiente.
A todas estas alteraciones de sistema fiscal, se une un problema de equidad. «En España vivimos una “ilusión financiera”, ya que se demanda un mayor esfuerzo tributario en función de la capacidad económica. Paralelamente, existe un gran número de contribuyentes que no pagan ningún impuesto, lo que introduce una nueva distorsión, ya que son los tipos altos y medios los que compensan la pérdida de recaudación que se produce en los tramos bajos. Ello se traduce en unos tipos marginales muy altos con unos niveles de renta relativamente bajos», apostilla Izquierdo.
Tampoco se puede obviar que España no está aislada del mundo, sino que se halla en un entorno de competencia, por lo que lo esencial a la hora de diseñar un sistema fiscal es fijarse en los países que tenemos alrededor. «Si un impuesto no existe en ningún otro país, es que no es aconsejable. Por el contrario, lo que hacemos en España es inventarlos al margen de la legislación comparada», subraya el director general del IEE.
La consecuencia de este exceso normativo es la disminución del atractivo inversor por parte de España, así como una pérdida de competitividad, unido, como no, a un menoscabo importante en el crecimiento económico y en la creación de empleo. «Ya el término madeja, per se, genera confusión y, como tal, desalienta la inversión y, con ello, la actividad económica y la consiguiente generación de empleo», precisa Gómez Taboada.
El IEE ha desarrollado un indicador, denominado Indicador de Presión Fiscal Normativa, entendida ésta como la carga de gravamen que el diseño del sistema fiscal introduce en las economías, al margen de la recaudación que obtengan, y que en 2021 se situó, en el caso de España, en 112, 8 puntos, 12,8% por encima de la media de la Unión Europea, tras incrementarse en 2,3 puntos con respecto a 2020.
Esta mayor presión normativa se tradujo en una caída de cuatro puesto de España en el Índice de Competitividad Fiscal (ICF), elaborado por la Tax Foundation de Estados Unidos. Y como muestra, un botón. Nuestro país ocupaba el pasado año la posición 30 de un ránking formado por 37 países desarrollados analizados en el informe.
Para contrarrestar estos efectos perniciosos que el sistema fiscal pueden producir en la economía, lo ideal sería ir hacia procedimientos ordenados, que fueran fruto de la reflexión con miras al futuro, y no de decisiones alocadas y cortoplacistas. «Hay que evitar reformas apresuradas y coyunturales con el fin de lograr un código tributario coherente, flexible y bien estructurado, que facilite el cumplimiento por parte de los contribuyentes y que genere ingresos de manera inteligente, minimizando las distorsiones de los impuestos sobre el crecimiento y el desarrollo de la producción», advierten desde el IEE, algo que, en el caso de España, no se cumple y, menos, a las puertas de un año electoral.
«Lamentablemente, en España, estamos acostumbrados a que en materia tributaria se legisle con apresuramiento, sin reflexión y sin sosiego y eso, siempre, a corto o medio plazo, genera distorsiones y/o efectos perversos que, en no pocas ocasiones, son más costosas que los eventuales beneficios que la novedad introducida pueda llegar a generar. La mayoría de los países de nuestro entorno tienen un “sistema tributario”. España hace ya tiempo que no: lo que aquí hay es un conjunto desordenado y conflictivo de figuras tributarias que interactúan entre sí sin orden ni concierto y cuyo objetivo principal –cuando no único– es recaudar más y pronto», asevera el vocal responsable de Investigación y Estudios de la AEDAF.
Una falta de planificación fiscal que se refleja claramente en la forma en la que se están últimamente introduciendo nuevos impuesto. «Los impuestos solo pueden aprobarse como leyes, con su correspondiente trámite parlamentario, y no mediante decreto-ley ni proposiciones de ley, ni tampoco en una Ley de Presupuestos. Lo que se está haciendo ahora es recurrir a una artimaña que consiste en introducir impuestos, pero sin denominarlos como tales, de manera que no pasan por el control de las Cortes», incide el director general del IEE.
Todas estás consideraciones evidencia la necesidad urgente de que España vaya hacia una fiscalidad justa, sencilla y eficiente, y no hacia una madeja fiscal, ininteligible, que, cada vez, está más y más enredada.
Cambios de residenciaUna de las principales consecuencias de la voracidad recaudatoria es la deslocalización. Varias voces ya han advertido de que los nuevos impuestos pueden provocar una «huida de capitales». En los últimos cinco años, el número de españoles que ha decidido cambiar de residencia a otro país europeo ha aumentado un 24%, según los datos del censo del Instituto Nacional de Estadística (INE). Es especialmente relevante el incremento de ciudadano que se han establecido en Irlanda, Luxemburgo y Portugal, respectivamente, con subidas en relación a 2017 del 46,15%, 35,39% y 28,55%. Por su parte, el número de españoles residentes en Suiza ha experimentado un alza del 12,13%, y de casi un 7% en el caso de ciudadanos que han decidido fijar su residencia en Andorra.