Uno de los presuntos cabecillas del caso Koldo, Víctor de Aldama, fue enviado a prisión la semana pasada por su supuesta implicación en una trama dedicada al fraude del IVA de los hidrocarburos que habría conseguido evadir 182 millones de euros en dos años. Meses antes, Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, habría intentado negociar con la Fiscalía una salida pactada tras su imputación por dos delitos tributarios contra la Hacienda pública. Estos dos casos, de los más sonados en los últimos meses con permiso de Shakira, Imanol Arias y Ana Duato, sirven para mostrar la magnitud y los efectos que tienen los delitos fiscales en España, un fenómeno que, aunque persiste, ha ido menguando con el paso de los años hasta desplomarse en más de un 80%.
Antes de nada, conviene contextualizar las cifras. En los años previos a la crisis financiera, la cantidad de denuncias de este tipo rondaba las 800 por año, con importes totales que podían superar los 900 millones de euros. Tras el récord de 2011, el volumen comenzó a achicarse y, a partir de 2018, se bajó por primera vez de la barrera de los 200 delitos por ejercicio, con importes de 100 o 200 millones de euros. En 2022, las 184 denuncias supusieron una insólita cuota defraudada de 612 millones, si bien la AEAT reconoce en sus memorias que se trata de una cifra “extraordinaria”. Es decir, si se deja de lado el inusual importe de 2022, la tendencia es que hay menos denuncias y menos dinero defraudado. Esto, para algunos expertos como Francisco de la Torre, inspector de Hacienda del Estado, es algo positivo y a valorar. Para otros, como José María Mollinedo, secretario general del Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha), las cifras son preocupantes y denotan cierta complacencia por parte de la AEAT, que no estaría atajando todo el fraude.
En España, el delito fiscal se constituye por la suma de dos elementos: uno objetivo y otro subjetivo. Para que el primero se dé tiene que percibirse un fraude por encima de los 120.000 euros, siempre en cómputo anual. Para los casos más graves, y en consecuencia más castigados, el umbral tiene que superar los 600.000 euros. Da igual si el contribuyente es una persona física o una empresa, de la misma manera que no importa si la trampa se ha producido en el IRPF, en el impuesto de sociedades o en cualquier otro gravamen. Por su parte, la vía subjetiva entra en juego cuando se percibe dolo, es decir, intencionalidad o voluntad clara de evadir. Esto se ve, explican los expertos, cuando se utilizan facturas falsas, tramas con testaferros y estructuras societarias complejas, o empresas interpuestas en distintos países de baja tributación.
“Es de agradecer que la diferencia entre infracción tributaria y delito fiscal resulte tan clara en términos cuantitativos”, apunta Diego Martín-Abril, ex director general de Tributos en Hacienda y of counsel —como se llama a los letrados externos al despacho— del departamento fiscal de Gómez-Acebo & Pombo. En otros países, añade, no hay umbrales que sirvan de referencia y el factor subjetivo es el que prima.
A partir de aquí, unos y otros ponen sobre la mesa las posibles razones que hay tras el desplome de las denuncias durante los últimos años. Por un lado, De la Torre recuerda que es imprescindible contar con un sistema sancionador, dado que los impuestos son una obligación legal y se exigen sin contraprestación. Además, recuerda, en la práctica totalidad de los países, las infracciones más gravosas se persiguen por vía penal. Sin embargo, apostilla, la efectividad de un sistema fiscal no debería estar basada única ni exclusivamente en la represión de los supuestos más graves, sino más bien en el cumplimiento, aunque sea por miedo a ser denunciado. Por eso, “que tengamos menos delitos es positivo y muestra que hay mejor conciencia fiscal”, señala en una reflexión que hace suya la Asociación de Inspectores de Hacienda del Estado.
Esta tendencia de reducción, continúa De la Torre, se debe, entre otros factores, a que ha mejorado la percepción del riesgo y a que las grandes empresas y altos contribuyentes han dejado de utilizar ciertas estrategias que antes podían dar sus frutos. También, al hecho de que ha cobrado importancia el intercambio de información entre jurisdicciones y a que, en muchos casos, los denunciados intentan pactar con Hacienda para solventar los daños y evitar la vía penal. Sin olvidar, apunta, que en los años de la burbuja inmobiliaria y el posterior pinchazo el fraude era mayor.
La nota discordante la ofrece el sindicato de técnicos. Para Mollinedo, todo cambió en el año 2010, cuando una modificación interna en la AEAT limitó la capacidad de los subinspectores para investigar y denunciar delitos, “reduciendo así el número de efectivos disponibles para luchar contra este tipo de fraude”. También influye, añade el portavoz de Gestha, que desde entonces muchas actuaciones son parciales y no generales, es decir, se centran únicamente en una parte del impuesto o hecho imponible que se estudia. Por eso, cree, las cifras cosechadas por la AEAT “no son para estar orgullosos”.
En este punto, De la Torre lanza una reflexión que podría vincularse con los casos de Víctor de Aldama y Alberto González Amador: “Sin quitar importancia a ninguna situación, no es lo mismo que una empresa deje de ingresar una parte de los importes que le corresponde a las historias para no dormir de las tramas, que implican meter la mano en la caja pública y son más difíciles de perseguir”. Eso justifica, añade, que los métodos y actuaciones utilizados para perseguir un delito que comete una sociedad que paga menos impuestos sean distintos a los que se utilizan contra una trama. Y de ahí que, en delitos menores, muchas veces se opte por llegar al acuerdo: “Hay que ser especialmente prudente cuando se agita desde la Hacienda pública la vía penal”.