20/02/2020 09:38 H
Una de las propuestas estrella del nuevo Gobierno en materia fiscal, el impuesto sobre servicios digitales -la conocida tasa Google, si bien deberíamos llamarlo mejor impuesto digital-, ya ha recibido la luz verde del Consejo de Ministros, por lo que ahora iniciará su trámite parlamentario. Un trámite que se prolongará hasta finales de año no tanto por la sombra de Donald Trump y su amenaza de implantar aranceles a los países que graven a sus empresas tecnológicas como por la espera a la decisión de la OCDE sobre un tributo global sobre las multinacionales, tengan o no presencia digital, por lo que en nuestro país este impuesto se encuentra en ámbar.
En cualquier caso, España se sitúa en la cabeza del pelotón, junto a países como Francia e Italia, para reducir someramente con la ganga de las empresas tecnológicas y lograr que paguen algo más con sus impuestos en aquellos territorios en los que obtienen sus beneficios.
Para la consecución de este objetivo lo deseable sería implantar un impuesto sobre sociedades que haga tributar a las multinacionales en cada país donde obtienen los beneficios. Si a lo largo de este ejercicio no se alcanza un acuerdo en la OCDE, este impuesto digital, como mínimo, se exigirá a nivel europeo porque durante el 2021 se retomaría el establecimiento de esta figura impositiva, en torno a la que viene debatiéndose desde hace ya unos cuantos años.
Sea como fuere, en realidad este impuesto digital ahonda en el concepto de justicia fiscal y supone un primer paso para reducir el problema de suficiencia que sufre nuestro sistema tributario, al margen de que quizá se repercuta a los anunciantes y a las comisiones de intermediación, lo que demostraría que no existe una competencia perfecta entre las empresas tecnológicas.
En este sentido, el visto bueno que recibió ayer el proyecto de ley nos deja una señal positiva, si bien es cierto que hasta el próximo año difícilmente pueda comenzarse a recaudar por este impuesto, máxime si la OCDE titubea y aplaza la decisión política al 2021.
Algunas de las más grandes empresas en el mundo apenas contribuyen en nuestro país, en el que alguna de sus filiales pagan cantidades mínimas en comparación con los beneficios realmente obtenidos por la multinacional. Es una práctica que resulta muy poco responsable socialmente con las personas que viven en los territorios donde obtienen sus ingentes beneficios. Y fue especialmente obscena durante la crisis económica, cuando un abultado número de ciudadanos sufrió los duros ajustes en sus retribuciones y en el Estado del bienestar por la consolidación fiscal exigida.