Nada en la regularización fiscal del rey emérito es normal. Al menos así lo creen no pocos funcionarios de Hacienda, que se han quedado ojipláticos ante el procedimiento administrativo-tributario que se ha seguido con las cuentas opacas de Juan Carlos I. Nunca se había visto nada igual, no solo por la lentitud (casi desidia) con la que se ha trabajado en este caso, sino porque la gravedad de los hechos detectados en el contribuyente cazado en el fraude no se ha correspondido con una sanción ejemplar. Al emérito se le han dado todas las facilidades del mundo para ponerse al día, no se le ha apremiado en ningún momento y por momentos daba la sensación de que quienes llevaban la sartén por el mango eran los abogados del patriarca de la Transición. Sin duda, ha sido una regularización a la carta.
Ayer, la ministra portavoz y de Hacienda, María Jesús Montero, intentaba dar la cara por la plantilla de funcionarios, negando con rotundidad que haya habido privilegios o trato de favor con el primero de los Borbones. Pero todo el país está viendo en tiempo real lo que ha ocurrido con el expediente de Abu Dabi. La primera regularización de finales del pasado año fue un paripé (la voluntad de arreglar el desfalco con Hacienda no fue sincera y real puesto que ha habido otras regularizaciones); la segunda declaración complementaria presentada estos días (y por la que ha pagado nada más y nada menos que cuatro millones de euros, una cantidad que para cualquier otro contribuyente supondría una amenaza muy seria de diligencias penales) promete no ser la última; y todo apunta a que los escándalos fiscales que persiguen a Don Juan Carlos van a seguir, ya que una fortuna de más de 2.000 millones de euros (tal como publican Forbes y New York Times) no se lava en cuatro días.
El bochorno para las instituciones está siendo de dimensiones colosales. Todo lo que toca el caso emérito emponzoña la democracia española, empezando por el Poder Legislativo (ahí está el enjuague de ayer en el Parlamento, donde PSOE y PP volvieron a cerrar el paso a una posible comisión de investigación); pasando por el Poder Ejecutivo (consta que se viven horas tensas en el Gobierno de coalición por este asunto); y terminando en el Poder Judicial, que sale seriamente tocado del affaire porque ha tenido que venir un fiscal suizo a poner las cosas en su sitio, ya que jueces y fiscales españoles han mantenido una actitud de humillante contemporización y miedo reverencial hacia el poderoso personaje, una conducta del estamento jurídico impropia en un Estado de derecho.
Todo ese terremoto que sacude el país en su médula espinal y en sus instituciones fundamentales ha sido denunciado por organizaciones como Gestha, la Asociación de Técnicos de Hacienda, que a través de su presidente, Carlos Cruzado, declaró a finales del pasado año a la
Cadena Ser: “Lo normal es que la Agencia Tributaria hubiera abierto esas investigaciones porque había
indicios de fraude fiscal”. Una vez más conviene recordar que la regularización del contribuyente, su puesta al día con la Agencia Tributaria, debe ser “espontánea, completa y veraz”. Y ahí está la clave del asunto: si hubo notificación, es decir, requerimiento por parte de las autoridades tributarias, la regularización queda anulada, sin efecto. Esto es, si el rey fue notificado por cualquier procedimiento de investigación o inspección, no podría llevarse a cabo la regularización.
En ese punto cabe plantearse: ¿se sabe a fecha de hoy si se produjo tal advertencia o aviso al afectado? La respuesta es no. ¿Se conoce si hubo llamada telefónica, chivatazo o citación extraoficial al abogado del rey emérito? Tampoco, aunque algunos medios de comunicación lo han dejado caer. Todo lo que rodea al caso emérito está lastrado por una absoluta y total falta de transparencia, uno de los factores que han agigantado aún más la magnitud del escándalo pese a los intentos de Zarzuela por controlarlo, ya que ante la falta de información se han disparado los rumores en la prensa y en la opinión pública española. Es evidente que cualquier contribuyente tiene derecho a que su expediente sea confidencial, secreto tal como marca la ley, pero no estamos hablando de un ciudadano más, sino del ex jefe del Estado. Por tanto, se debería dar al asunto la máxima transparencia por el bien de la democracia, algo que evidentemente no ha ocurrido.
“Quiero decir que si posteriormente aparecieran otros ingresos que no se hubieran incluido, o incrementos de patrimonio en ese año regularizado, pues no tendría efectos esta regularización”, comenta el máximo responsable del sindicato Gestha. Es decir, una primera regularización podría quedar sin efecto si al contribuyente cazado en el renuncio le van aflorando reiteradamente, y como setas, más millones, más cuentas opacas en paraísos fiscales, más patrimonio y más sociedades pantalla. Y siempre sin perder de vista que todo fraude que supere los 120.000 euros debe ser considerado un delito fiscal.
Pero por encima de todo, y pese a lo que diga la ministra Montoro (que obviamente está en su papel de garante y defensora del ministerio), cabe destacar que desde que empezaron a filtrarse los primeros indicios de fraude fiscal se debería haber abierto una investigación tributaria y penal de oficio. Sin embargo, tuvo que ser la prensa extranjera y la Fiscalía de Ginebra (Suiza) la que removiera el asunto. “Venimos pidiendo a la Agencia Tributaria que lo hiciera y no se ha hecho ni cuando se publicaron esas conversaciones de Corinna, ni tampoco en el mes de marzo, cuando el actual rey hace aquel comunicado en el cual la Casa Real aparta de la asignación real al rey emérito y reconoce de alguna manera la existencia de esas fundaciones”, añade el portavoz de Gestha.
Es evidente que a Juan Carlos no se le ha tratado como a un contribuyente más. La ley no es igual para todos, como dicen los reyes en sus discursos navideños. La democracia, una vez más, se convierte en farsa cuando toca enjuiciar los actos de los poderosos.
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